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Excesos y mentiras

 

 

Francisco Pomares

 

El mundo en el que vivimos es un mundo sexualizado y sexista. Lo son el cine y la televisión, lo son las modas, la publicidad, los museos, la literatura, los carnavales, los dibujos animados, el ejército, la música (cada vez más y con más descaro), el fútbol, la alta (y baja) costura, el vóley-playa, la cocina, las fiestas, la gimnasia, los reyes magos, la Iglesia, el psicoanálisis, la educación de los niños, el lenguaje... todo es sexista, porque nuestra sociedad es sexista, y todo o casi todo está sexualizado, porque nuestra sociedad tiene en altísima estima la sexualidad: no solo sirve para que dos personas disfruten, también sirve para vender casi cualquier cosa, darle sentido al vínculo emocional, garantizar la reproducción de la especie, justificar comportamientos innobles y criminales o atormentarnos por la ausencia, la frustración o la culpa. Llegados a ese punto, es obvio que sexualización y sexismo no son la misma cosa, aunque últimamente la ola de moralina políticamente correcta que nos invade por todos lados tienda a confundirlo y mezclar sexo, sexualidad, sexualización y sexismo. A veces bajo una pretensión de búsqueda de la igualdad que no se sostiene: los hombres y las mujeres no somos iguales y sería insensato pretender que lo fuéramos. De lo que se trata es de que seamos iguales en derechos y obligaciones, de acabar con la diferencia de oportunidades en función del sexo.

 

Esa moralina que se escuda en la búsqueda de la igualdad, cuando es tan antigua como la moral misma, produce a veces absurdos excesos. Es un exceso intentar regular o embridar desde las instituciones todo lo que la sociedad construye o implementa. Las tradiciones forman parte de la identidad colectiva y la herencia cultural de los pueblos, desde luego. Pero tampoco conviene cerrar los ojos ante el hecho de que hay tradiciones que el tiempo cambia: la servidumbre, la negación del alma femenina, el vínculo inamovible a la tierra, la esclavitud, la ley de Linch, el voto censitario o el castigo de la sodomía, son tradiciones en su día asimiladas por las mayorías y hoy afortunadamente preteridas y desterradas. Más cerca de nosotros, la ausencia del voto femenino, la prohibición a las mujeres de trabajar fuera del ámbito familiar, la institución de la dote, la exclusión de las mujeres de la abogacía, el Ejército, la minería o la estiba portuaria, son también tradiciones que han ido cayendo, como quizá desaparezcan algún día los concursos en bañador, o las galas de elección de reinas de las fiestas basadas en la belleza, un atributo que no es exclusivamente femenino. Personalmente me parece que dedicar el tiempo a discutir sobre la necesidad de acabar con las galas, las reinas y las bellas, es hoy una pérdida de tiempo y esfuerzo. Pero es completamente legítimo y nos sirve, por ejemplo, para descubrir que una mujer de Podemos puede creer que todas las niñas sueñan con ser princesas o reinas. Nada más lejos de la realidad: algunas sueñan ser policías, médicos, catedráticas, periodistas o cantantes.

 

 

 

Los debates públicos -sean o no necesarios- no pueden construirse con mentiras: y en este asunto de las galas se han dicho algunas: es mentira, por ejemplo, que la concejala chicharrera Asunción Frías, de Sí se Puede, haya pedido al ayuntamiento que se suspenda la gala del Carnaval o la elección de reina infantil. Lo que ha pedido es que se discuta cómo evitar que en las galas y concursos se reproduzcan y refuercen roles y comportamientos sexistas. Probablemente, Asunción Frías está fuera de la realidad de esa mayoría de ciudadanos que cree que las galas y concursos de belleza forman parte de la normalidad de la fiesta. Quizá tenga la señora Frías que esperar un par de generaciones a que cambie la visión actual. Pero lo que ella ha dicho es lo que ella ha dicho. Y no otra cosa.

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