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Tampoco Mascotas

 

Antonio Salazar

 

Nos hemos acostumbrado de tal forma a que el gobierno interfiera en todo que apenas se ha protestado por el anuncio, novedoso, de injerencia gubernamental en el número de mascotas que los ciudadanos podamos tener en nuestras casas. Es conveniente insistir, en nuestras casas. El asunto es un dislate y solo la intención debería hacernos sospechar de inmediato sobre quien es capaz de enunciarla. Es cierto que nuestros domicilios son, a juicio de la constitución, inviolables pero habrá que ver lo que entiende por tal cosa el gobierno. Una nueva norma que velará por el bienestar animal y que, se anuncia, ha contado con una elevadísima participación ciudadana (como si fuese síntoma de madurez democrática, cuando buena parte las aportaciones son barbaridades antijurídicas). Se prohíben las peleas de gallo de pelea, lo que no es una errata, es una descripción detallada de lo que se trata. Lucha entre animales que, de otra manera no es que no peleen, es que dejan de existir, tal y como ocurrirá con los toros de lidia. Algunos preferimos que esas cosas puedan pasar por ausencia de demanda pero no el gobierno, que decide anticipar las preferencias ciudadanas y usando la fuerza de la ley decide resueltamente intervenir.

 

Nótese que ya en los primeros años de la década de los noventa se había limitado considerablemente las peleas de gallos, imponiendo una edad mínima para asistir como público, impidiendo que se promocionarán los espectáculos o restringiendo el dinero público que se podría destinar a tal fin. Puede parecer un asunto trivial pero desde luego no lo es. Una serie de personas mantienen una tradición y afición, sosteniéndola de su peculio y sin financiación pública a las que se les prohíbe que lo sigan haciendo. El asunto es sencillo para los que no disfrutamos con esos espectáculos, no asistimos. Pero no tenemos ningún legitimidad para imponer nuestro particular criterio a terceros, que además no pueden ni parece que les apetezca imponernos el suyo. Y así debería ser con todo.

 

Claro que si lo anterior pudiese parecer discutible -hacer daño gratuito a los animales o como modo de esparcimiento o diversión no parece que concuerde con lo que todos entendemos por sociedad civilizada- no debería prestarse a discusión alguna lo que se pretende hacer con los mascotas en los domicilios particulares, insistamos, particulares. El Gobierno amenaza, aunque es posible enmienda en el trámite parlamentario, con determinar el número de animales de compañía que podrán ser de nuestra propiedad. La dignidad de los animales debe preservarse, nos dicen, sin apenas reparar en que aquel es un concepto que difícilmente puede objetivarse jurídicamente o que, peor aun, mal hace el gobierno diseñando este tipo de política cuando no ha sido capaz de garantizar lo mismo (no podría, pero no es el objeto de este artículo) con las personas. Y nadie parece reparar en que si aceptamos que el gobierno nos diga cuántas mascotas podemos tener, nada le impedirá decidir qué tipo de alimentación, cuidados, baños o espacio debería resultar adecuadas para ellas. Es nuestro papel y nuestra decisión, no la suya. ¿Cuándo permitimos que los gobiernos llegasen hasta aquí?

 

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