Aquellos días luminosos
Mis recuerdos de infancia se vinculan a una calle. Tres edificios de ladrillos rojos delimitaban un patio en el que no faltaban ni columpios, ni árboles, ni tiendas, pero sobre todo había espacio para jugar, la ambición de todo niño, al menos de todo niño de aquella ya remota época en la que los móviles eran, poco más o menos, ciencia ficción. El escondite, rescate, el pañuelo, la goma, la comba, el fútbol… no había limite, tan sólo nuestra imaginación.
Tenían las fachadas toldos verdes y balcones como ojos gigantescos atentos a nuestros juegos, desde donde algunas vecinas miraban con discreción y otras ni siquiera disimulaban. “Sube a comer” era el grito más repetido desde las propias ventanas o desde los telefonillos. Y “Cinco minutos más”, la respuesta más frecuente. Y esos cinco minutos se convertían habitualmente en diez o en quince, hasta que el padre o la madre enfadado se personaba en el portal. “Sube, pero ya mismo”, ordenaba, sabiendo que esa frase no dejaba espacio a la discusión. “Es que me lo estaba pasando muy bien”.
Los árboles de morera, con hojas de un verde suculento, eran pasto de recolección, ya que con ellas alimentábamos a nuestros gusanos de seda. Sí, es así, en aquellos años, no nos daban asco los gusanos, que convivían con gatos, perros y hámsteres para disgusto de nuestros padres.
Las rodillas eran nuestro orgullo, mostrando las heridas de guerra, raspones y arañazos variados de caídas inverosímiles… de un árbol, de una barandilla o de una mala gestión del espacio patinando. Coleccionábamos raspones como el que colecciona cromos. Por aquella época no nos preocupaba enseñar las rodillas malheridas a quien quisiera mirarlas.
Cuando llegaba la tarde anochecida, y hasta la noche en verano, los juegos se transformaban en reuniones, sentados a lo largo y ancho de una escalera. Era el momento de las historias, de las confesiones y de las risas. De los primeros amores y los primeros disgustos. De preguntarnos qué es lo que soñábamos ser el día de mañana y jurarnos que siempre seguiríamos juntos… aunque uno quisiera ser abogado, otro veterinario y otro periodista. Por aquel entonces desconocíamos que la vida tiene extrañas maneras de disponer de nuestros destinos, por más que nosotros tratemos de fingir que somos los que los gobernamos.
Al llegar a casa, con los pantalones manchados de sentarnos por el suelo, agotados por no haber parado en toda la tarde y con la cabeza llena de conversaciones y planes, no podíamos pensar en que hubiera algo mejor en el mundo que estar con nuestros amigos. Probablemente, entonces, no lo había.
Era mi calle un lugar luminoso para crecer e ir haciéndonos adultos sin darnos cuenta de ello.