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El espanto

 

La noticia comenzó a circular ayer, abriéndose paso poco a poco entre la incredulidad y el pasmo: el robot submarino había localizado el cadáver de una menor, dentro de una bolsa de deportes lastrada con un ancla, a mil metros bajo la superficie del mar. Al rato se pudo confirmar lo que todo el mundo suponía, que el cuerpo hallado después de mes y medio de investigaciones era el de la hija mayor de Tomás Gimeno, el padre tinerfeño que -queríamos creer- secuestró a sus dos hijas para hacerle daño a su madre. Aún un par de horas más tarde, la Guardia Civil confirmaba que la otra niña y Gimeno, que primero asesinó a sus dos hijas, las metió en sendas bolsas de deporte que lastró con el ancla de su embarcación, y después de suicidó, lanzándose también al mar, se encuentran cerca del lugar donde fue encontrada la pequeña Olivia. Probablemente ambos cuerpos serán rescatados en las próximas horas o días, pero las pesquisas ya han abandonado cualquier hipótesis distinta a la que -durante todo este tiempo- nos hemos negado a acabar de creernos.

 

Soy periodista desde hace más de cuarenta años y nunca me han gustado las informaciones sobre sucesos y crímenes. Detesto el interés morboso que despiertan, el circo mediático que las acompaña y la desvergüenza con la que todos participamos del espectáculo terrible de la maldad y la locura humana.

 

Hasta hoy no había escrito una línea sobre esta historia, y no pensaba hacerlo. Estaba decidido a evitarme esa vergüenza. Confieso además que estaba absolutamente convencido -como la madre de las niñas- que Tomás Gimeno había preparado toda una coreografía para huir con sus hijas y hacer daño a su mujer, para ‘castigarla’ por romper con él e iniciar una nueva relación. También estaba convencido de que más tarde o más temprano este hombre al que todos calificaban de inteligente y calculador, cometería algún error, o quizá sería incapaz de soportar los remordimientos por el daño causado, y acabaría por entregarse o ser descubierto, y por devolver a sus hijas.

 

Lo cierto es que no ha sido así, no fue así desde el principio, por más que tantos prefiriéramos creer -por pura humanidad- la versión menos terrible. Porque la hipótesis del secuestro de dos menores, arrebatadas con alevosía calculada a su madre, era ya una opción terrible, pero esto que ha ocurrido y cuyos detalles comienzan a saberse a pesar de un declarado secreto de sumario cada vez más inútil en las causas judiciales, esto es el horror. El espanto.

  

¿Que clase de desesperación, locura o maldad puede llevar a un padre a matar a sus hijas para vengarse de su ex mujer? ¿Que mundo es este capaz de convertir a un ser humano en asesino de sus propios hijos? No existe una explicación a este horror, por mucho que ahora comiencen las indignadas interpretaciones públicas, las lecciones magistrales sobre la psicología del mal, o la recurrente búsqueda de una justificación ideológica en los crímenes del patriarcado.

 

 

Sólo puedo decir que este hombre, Tomas Gimeno, es hoy la imagen del mal, de la enfermedad de la maldad, de la locura de la maldad. Desearía poder sentir en algún lugar de mi conciencia un rastro de humana compasión por su desgracia, un espasmo de lástima por la debilidad salvaje que le llevó a cometer este horror. Desearía, lo digo con sinceridad, poder creer que enfermó de locura criminal, que se sintió también sólo, que se quitó la vida en un momento de arrepentimiento o culpabilidad. Pero no lo creo. No siento compasión por él. Ni creo que la merezca. Sus hijas, privadas del derecho a crecer, sí que la merecen, y la madre de las niñas también, y sus padres, sus amigos, las personas que creímos que esto acabaría de otra manera y ahora tendremos que reescribir toda la historia. Por Tomás Gimeno lo único que siento hoy es un asco infinito. Y el pavor de pensar que al lado nuestro viven otros cómo él. Y una difusa sensación de revoltura moral, de confusión interior. También siento eso. Me lo provoca descubrir que convivir con bestias nos convierte a todos en peores personas.

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