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Veinte años de guerras perdidas

 

Justo el día que se cumplía un mes después del once de septiembre de ahora hace veinte años, en Nueva York, un taxista de origen hispano me contó que lo que más le preocupaba del atentado no eran los muertos, la posibilidad de una guerra contra los musulmanes, la ruina económica o la histeria ante el terror que se había apoderado del país. Le preocupaba ser desterrado a su tierra, porque los estadounidenses decidieran aplicar a rajatabla la vieja máxima de “América para los americanos” y lo pusieran a él y a su familia en la frontera de México. Creía firmemente que aquello de ‘Ámérica’ se refería a los USA, y que cuando en los EEUU se hablaba de los ‘americanos’, se hablaba sólo de los americanos-USA. Probablemente tenía razón al interpretar de esa forma la ‘doctrina Monroe’, o al menos sus consecuencias tras el atentado.

 

Todo el mundo cree que la ‘doctrina Monroe’ fue cosa del presidente James Monroe, pero en realidad –aunque comenzó a definirse durante su mandato- fue una invención del que luego sería su sucesor, John Quincy Adams, un político ilustrado, preocupado por los aspectos morales de la revolución americana. Adams defendía que cualquier intervención de Europa en América –en cualquier parte de América, desde Alaska a la Patagonia, pasando por las islas del Caribe- debía ser interpretada por EEUU como una agresión a la que había que responder militarmente. Monroe presentó la doctrina al Congreso durante uno de sus discursos sobre el Estado de la Unión. No logró gran apoyo de los congresistas, aunque acabó por convertirse en una seña de identidad esencial de la política exterior de la joven federación. John Adams elaboró esa parte del discurso de Monroe, y desarrolló su ejecución primero como diplomático y más tarde como presidente, como una clara demostración de la oposición de la nueva república al colonialismo europeo, ante la creciente amenaza que suponía la restauración monárquica en la mayoría de los países del viejo continente, tras la derrota de Napoleón y la creación de la Santa Alianza.

 

Un siglo y medio después, la lectura práctica que aquél taxista hacía del compromiso fundacional con la independencia americana, era la de que cualquier agresión a los Estados Unidos podría volverse contra los americanos no estadounidenses que vivían en el país. La perversión de la ‘doctrina Monroe’, consecuencia de la transformación estadounidense en gran potencia en el Siglo XX, ha acompañado la política imperialista de las administraciones estadounidenses, ayudando a justificar desde intervenciones como las de Indochina, hasta la campaña de los muros de Trump contra los emigrantes del Sur. Toda una corriente histórica inspirada en la idea del ‘América first’ y de que los otros (sobre todo si son más pobres) son siempre el enemigo. Dos ideas que volvieron a afianzarse en la psicología colectiva del país tras el atentado contra las torres gemelas, la mayor herida jamás perpetrada contra el orgullo de la nación. Algunos dirán que esa herida fue Pearl Harbour. Puede ser, pero aquello acabó con una victoria. La guerra que empezó el saudí Ben Laden, hermano del socio de los Bush en la petrolera ‘Arbusto’, ha terminado en derrota y retirada. Porque las guerras no las ganan sólo la potencia de fuego y el dinero: las ganan las ideas que alimentan la voluntad de ganarlas. La lección de estos 20 años que hoy celebra Occidente con su revival circense, la recuperación de imágenes morbosas, teorías de la conspiración y una infantil autocomplacencia en el desastre, es la de que una sociedad que no está dispuesta a sacrificarlo todo a la victoria, no debería emprender ni una sola guerra más. Ni siquiera contra mi taxista chicano. Porque volverá a perderlas.

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